El impresionante misterio del sábado santo, su abismo de silencio, ha adquirido, pues, en nuestra época un tremendo realismo. Porque esto es el sábado santo: el día del ocultamiento de Dios, el día de esa inmensa paradoja que expresamos en el credo con las palabras «descendió a los infiernos», descendió al misterio de la muerte. El viernes santo podíamos contemplar aún al traspasado; el sábado santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su hijo. Podemos estar tranquilos; los hombres sensatos, que al principio estaban un poco preocupados por lo que pudiese suceder, llevaban razón.
Sábado santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran sábado santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a los discípulos se les produce un gélido vacío en el corazón y se disponen a volver a su casa avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de esperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir que aquél a quien creen muerto se halla entre ellos?
Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos hemos dado realmente cuenta de que esta frase está tomada casi literalmente de la tradición cristiana, de que hemos rezado con frecuencia algo parecido en el vía-crucis, sin penetrar en la terrible seriedad y en la trágica realidad de lo que decíamos? Lo hemos asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de ideologías y costumbres anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad irreal y a frases de devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de museo arqueológico; lo hemos asesinado con la duplicidad de nuestra vida, que lo oscurece a él mismo; porque, ¿qué puede hacer más discutible en este mundo la idea de Dios que la fe y la caridad tan discutibles de sus creyentes?
La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se convierte cada vez más en un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se refiere también a nosotros. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador Porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de su radical solidaridad con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es, simultáneamente, la señal más brillante de una esperanza sin fronteras. Todavía más: a través del naufragio del viernes santo, a través del silencio mortal del sábado santo, pudieron comprender los discípulos quién era Jesús realmente y qué significaba verdaderamente su mensaje. Dios debió morir por ellos para poder vivir de verdad en ellos. La imagen que se habían formado de él, en la que intentaban introducirlo, debía ser destrozada paraque a través de las ruinas de la casa deshecha pudiesen contemplar el cielo y verlo a él mismo, que sigue siendo la infinita grandeza. Necesitamos las tinieblas de Dios, necesitamos el silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza, el abismo de nuestra nada, que se abriría ante nosotros si él no existiese.JOSEPH RATZINGER