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¿Por qué andas irritado? Gn 4, 8
“No es bueno que el hombre esté solo” Gn 2, 18
Podemos pensar que cuando Dios manifiesta que no es bueno que estemos solos, es porque necesitamos que alguien nos cuide, y es así, pero en este caso, cuidarnos es, como dijimos en el primer taller, cuidar nuestro propio yo, nuestros límites, ir re-situándonos en la vida.
El encuentro con el otro trabaja nuestro corazón para que dé frutos abundantes.
De la misma manera que la tierra necesita del trabajo del ser humano para que dé fruto, el ser humano necesita del encuentro con un “tú” que le confronte para sacar lo mejor de sí mismo. Todos tendemos a acomodarnos, a expandir nuestros yo sin miramiento, sin orden. Para ser “yo mismo”, necesito un “tú” diferente a mí, que me ponga en mi sitio, y esto, que bien vivido es una maravilla y nos complementa sacando lo mejor de nosotros y posibilitándonos vivir una plenitud absoluta… el demonio lo quiere transformar en ruptura y en división: en pecado.
“Se irritó Caín en gran manera y abatió el rostro” (Gn 4, 5)
Este proceso de ruptura no es casual. Todo comienza con una comparación, y más allá de si el resultado es favorable o desfavorable, la comparación en sí misma rompe la grandeza de nuestra identidad propia e insustituible y nos hace sentirnos tratados injustamente. Esa experiencia puede nacer de creer que yo no valgo la pena, por lo que, al mirar a mi alrededor, siento envidia del otro y avaricio lo que el otro tiene y yo no creo tener o, como es el caso de Caín que ofrece “frutos”, pero, no las primicias. No obrar rectamente, tiene sus consecuencias y al sentirnos tratados de modo diferente nos excusamos y nos hacemos la víctima.
En este momento es fácil entrar en una dinámica de “pobrecito yo”, donde todo se nubla y, los pensamientos se van haciendo tóxicos, nos van encerrando en nosotros mismos y nos abaten.
En la cabeza de Caín pudo darse algo así: “mira Abel lo que ha ofrecido, es mejor que mi ofrenda, mira como Dios se ha dado cuenta, es que es su preferido, es que a mi nunca me ha querido, yo estoy solo, no sirvo para nada, nadie me quiere, mi vida no tiene sentido”… y una vez hemos sucumbido a entrar en este bucle malvado, a pesar de que Dios se acerca y se preocupa por él, Caín ya no escucha, ya ha roto la relación, ya ha pecado.
“¿Qué has hecho?” (Gn 4, 10)
Ante la ruptura de la relación con el otro, que nace de la comparación, la envidia y la avaricia, la dinámica de pecado nos lleva a usar dos mecanismos que parecen antagónicos, pero que son las dos caras de la misma moneda: el miedo y el dominio del otro.
El miedo: Si se ha grabado dentro de mi corazón que valgo por lo que hago y no tengo una valía propia, en cuanto reconozca que lo que he hecho es malo, me sentiré desnudo, juzgado, y condenado… y temeré al otro porque es imposible que se me quiera así. Es la experiencia de Adán y Eva: “He tenido miedo porque estoy desnudo” (Gn 3, 10).
El dominio del otro: Caín, que ha recibido de Dios un señorío sobre el campo, en línea de gracia, lo utiliza como “terreno propio” al que lleva a su hermano Abel y justo es en ese lugar de señorío donde lo somete hasta la muerte. “Cuando estaban en el campo, se lanzó contra su hermano Abel y lo mató” (Gn 4,8)
Aquí comienza el necesario reconocimiento de que hemos sido tentados y hemos sucumbido. Dios mira nuestra vida, nuestro matrimonio, nuestra consagración, nuestra familia… con ternura y comienza una historia de Salvación.
No se trata de fustigarnos por lo malos que somos, ni de pensar que somos así y no hay nada que hacer, se trata de reconocer que estamos en “guerra” con quien quiere que nuestra vida y nuestras relaciones se rompan, que seamos conscientes que sólos no podemos y que dejemos que el Espíritu de Dios, que habita en nosotros, y la comunidad que este nos ha regalado, haga de esta historia una HISTORIA DE SALVACIÓN